La armenidad, arma de construcción masiva

Por Mickaël Jimenez-Mathéossian

 

Mi reflexión sobre mi armenidad fue tardía, fue hacia mis veinte años, al comienzo de mi colaboración con la revista France Arménie. Constatando mi completa incultura en lo que concierne a la historia de los armenios, la geopolítica del sur del Cáucaso y un montón de otros temas ligados a los armenios, tuve que recuperar mi retraso. ¡En aquella época no sabía en que lío me había metido!  No fue sino más tarde que entendí que, una vez que pones en marcha este engranaje, la armenidad te pasa por encima y te lleva hacia un remolino indescriptible, hecho de encuentros artísticos, culturales y humanos. Y vuelvo a pensar, hoy por hoy, en esas discusiones telefónicas apasionantes con Varoujan Mardikian, redactor en  jefe de France Arménie, que se emocionaba explicándome la potencia de la armenidad, su vocación de ser un instrumento del que es necesario apropiarse para poder brillar cotidianamente y ver el mundo de otro modo, en toda su complejidad.

 

Oro en las manos

Así, la armenidad, en mi opinión, no es un fardo, no es un montón de ladrillos que llevamos sobre las frágiles espaldas toda la vida, lamentándonos sin cesar de nuestros sufrimientos pasados. Mucha gente permanece aún encerrada en esa siniestra mitología que haría del armenio un ser inmovilizado en el pasado, aplastado por su historia e incapaz de alegrarse y de ser feliz, a la manera del árbol al que se le cortaron las raíces. Sí, estamos muy ligados a nuestra cultura, a nuestra historia tan rica y apasionante. Sí, somos y seremos exiliados eternos, presentes en todos lados y en ninguno a la vez. Sí, cargamos con el fardo del Genocidio en nuestras espaldas y en nuestros corazones y ¡no lo olvidaremos jamás! Pero llega un día en el cual tenemos que poner la maleta en el piso, sacar los pesados ladrillos y comenzar a construir algo con todo esto. Para algunos será construir una vida, una carrera profesional, formar una familia. Para otros, será crear historias, un pensamiento filosófico, intelectual o artístico. En fin, construir una vida.

En el Imperio Otomano, los armenios eran reconocidos por tener oro en las manos. Construían,  edificaban, innovaban, prosperaban… en tanto que otros no sabían hacer otra cosa más que sembrar la destrucción alrededor de ellos…

Somos todavía constructores, ¡construyamos entonces! Para eso, hay que encontrar el cemento que nos permita ligar  sólidamente esos ladrillos unos con otros. Eso es quizás la educación, los libros, el arte. Pero lo más importante, el más sólido de todos los aglutinadores, son los seres humanos.

 

Un regalo inestimable

En la base de mi pirámide personal están, sin dudas, mis ancestros que vagan para siempre en los limbos de la historia y de quienes yo hago honor a su memoria como puedo. Está también mi abuela Haiganouche, de 90 años, quien está siempre entre nosotros y, por  supuesto, mi madre, la entrañable Mayrig, que aunque no me haya enseñado nunca la lengua armenia, me transmitió valores: el respeto hacia los otros, el sentido de la familia, ciertos modales, la hospitalidad, la generosidad, la simplicidad… cualidades que califico voluntariamente de “armenias”. Un regalo inestimable que, asociado a otros valores, transmitidos esta vez por mi padre o mi hermano, me permiten ser esto que soy hoy en día.  También hay personas con las cuales tuve la suerte de trabajar. Todos esos apasionados que tanto me enseñaron. Sea a través de sus conversaciones  o de sus consejos, sus maneras de vivir, de actuar, de pensar, de indignarse o de luchar. Todos esos seres increíbles que viven su armenidad de manera totalmente diferente. Ellos se reconocerán. Y después están los otros, no necesariamente armenios, turcos, alevíes, iraníes, estadounidenses, franceses, quienes me acompañaron y me acompañan aún y siempre en este largo camino que no se termina nunca. Esas personas encontradas durante el camino que me llevo de  Décines, la comuna donde vivo, a Stepanavan y a Ereván donde viví algún tiempo en el marco de un servivio voluntario. Después, de Estambul a Diyarbakir donde vuelvo a menudo con la ONG Yerkir Europe y su proyecto Repair que me permiten aún hoy descubrir tantas cosas y ampliar mi campo visual.

 

Un cóctel molotov imaginario

Uno no puede ser armenio por intermitencia, o solamente el 24 de abril, o derrarmar una lágrima delante de una vela y volver a su casa. No. Es un estado permanente. Y en mi caso, pasa por absolutamente todo. De lo más trivial a los más serio. De lo trágico a lo cómico. La armenidad, es hablar o aprender armenio, es celebrar la agra hadig para un bebé que tuvo su primer diente, es insultar en turco cuando uno se enoja, es respetar los cuarenta días de duelo y honor, la memoria por alguien cercano que ha fallecido, es pensar en preparar un plato de más para su vecino que está enfermo y no puede cocinar, es preparar tres diferentes sourdi más o menos dulces para cada uno de los invitados.

La armenidad se puede traducir por medidas o decisiones simbólicas, como cuando decidí firmar mis artículos y mis fotos agregando el apellido de mi madre. Una manera para mí de rendir homenaje a mi familia, de unir mi identidad española a la armenia, de asumir esta dualidad que me caracteriza. Francés de origen español-armenio; ¡nada mal para un descendiente de apatrida!

Pero la armenidad, es también ser curioso de lo otro, es luchar contra la injusticia de los gobiernos turcos sucesivos que niegan la realidad del genocidio, es no olvidar eso que pudieron sufrir y que sufren aún las poblaciones armenias, kurdas, alevías, greco-ortodoxa, asiria-caledónica y tantas otras, es luchar contra las formas de dominación que intentan destruir a los mas débiles, es contener la respiración cuando uno sigue la actualidad del Medio Oriente, es sufrir por todas las poblaciones forzadas a exiliarse, es arrojar un cóctel molotov imaginario sobre la injusticia de este mundo, es escupir a la figura de la estupidez humana.

No, la armenidad no es decididamente un fardo. Es una suerte, una oportunidad, un regalo. Es ver y comprender el mundo de otro modo; a 360 grados de rotación.

Mickaël Jimenez-Mathéossian es periodista-fotógrafo freelance y trabaja para la asociacion Yerkir Europe.

Crédito de fotos: MJM

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