André Manoukian
Su padre lo llamó Antranig en memoria del patriarca de la tribu Manoukian, quien luchó como fedayi bajo el mando del reconocido General Antranig. Es conocido por su segundo nombre, André, pero sus seguidores llaman afectuosamente a su presentador televisivo favorito con el sobrenombre de “Dédé”. Su sonrisa encantadora, su barba incipiente, sus brillantes ojos verdes y una afición por la provocación han contribuido para que este extraordinario pianista y compositor se asegure un legado duradero en la historia de los medios de comunicación franceses. Ya convertido en abuelo a los 58 años, André Manoukian pasa su tiempo entre su finca en Chamonix y la ciudad de París, donde trabaja. Es de sangre 100% armenia, menos la melancolía.
Sin embargo, no tiene tiempo para el comunitarismo, porque viene de la generación libertaria posterior a 1968. En aquella época, André eligió a su tribu de entre los hippies de izquierda. Se tropezó con su costado armenio a través del jazz: el año 2007 fue el año de Armenia en Francia, y debido a su fama como presentador del espectáculo televisivo “Nouvelle Star” (la versión francesa de “American Idol”) Manoukian fue invitado a formar parte de un programa sobre la Diáspora Armenia. Se vio en apuros cuando el productor le pidió que tocara alguna melodía armenia, pero un recuerdo distante de una canción que solía cantarle su abuela, Haiganush, resurgió en su mente y la improvisó en el piano – pizcas de melancolía, rencor y tristeza. Algo que estaba hace mucho tiempo dormido, pero que era indestructible, emergió de su interior, dando a luz a su álbum de jazz “Inkala”, inspirado en las composiciones armenias.
A André, artista romántico, le gustaría elaborar un nuevo pasado. Para él, el daño irreparable que causó el Genocidio, retratado en el filme de Fatih Akin “El Padre” (“The Cut”), se sintió como una bofetada. ¿Qué fue lo que más lo conmovió? Los primeros cinco minutos de la película: ver a los armenios viviendo en paz y armonía con sus vecinos turcos. “El Genocidio erradicó ese pasado”, cree Manoukian. Su modelo a seguir es el personaje de historietas de Hugo Pratt, Corto Maltese, un capitán de barco aventurero y un “granuja con un corazón de oro”. Quiere elegir su propio destino y salir de la sombra que su herencia cruenta proyecta sobre su identidad.
La familia materna de André es originaria de Anatolia occidental, el padre de su abuela, Delerian, era alcalde de Adapazar, un pueblo en el este de Estambul. Ese lado de la familia no fue testigo de las atrocidades del Genocidio; sintieron los vientos de cambio y “huyeron antes de que todo comenzara”, explica Manoukian.
Su abuelo paterno, Antranig, no corrió tal suerte. Nacido alrededor de 1894 en Amasya, al norte de Anatolia, cerca del Mar Negro, se casó con Haiganush Mendjikian y tuvieron dos hijos: un niño y una niña, en vísperas del comienzo de la Primera Guerra Mundial. En 1914, Antranig fue reclutado por el ejército otomano, fue enviado a luchar en el frente ruso y en enero de 1915 fue tomado prisionero tras la derrota otomana en Sarikamish. Ser cristiano no le ayudó, ya que fue detenido en un campo de concentración en el este de Siberia, a un paso de la frontera con China.
Allí trabajó como sastre y al haberse hecho amigo de otros prisioneros aprendió a hablar húngaro y alemán. Un día, un oficial alemán les sugirió que cruzaran la frontera con China y buscaran un consulado alemán en dicho país. Ambos escaparon, pero mientras una muchedumbre los perseguía por robar pescado seco en un pueblo chino aledaño, se toparon con unos guardias rusos y fueron llevados de regreso al campo. Luego de la Revolución Bolchevique de 1917, Antranig, al igual que muchos otros prisioneros de guerra, fue liberado. Tomó el tren transiberiano y, trabajando como sastre en las paradas para poder pagar el viaje, arribó a Odesa 32 días después. Se dirigió hasta el puerto y consiguió abordar un barco con destino a Rusia.
Antranig se encaminó a la Turquía Otomana y recorrió Anatolia de norte a sur en busca de su familia, haciéndose pasar por griego. Sin embargo, su nueva identidad no le sirvió por mucho tiempo y pronto fue arrestado en Konya. “Todos los días, un guardia se acercaba y se llevaba a dos de los prisioneros para que ayudaran en la cocina y nunca regresaban…” recuerda Manoukian. A causa de esto, Antranig temía tanto por su vida que se escapó una vez más y consiguió unirse a los combatientes armenios del General Antranig en el extremo oriental del imperio. Cuando se obligó a los combatientes del General a emprender la retirada hacia Armenia Oriental, Antranig terminó, una vez más, en Rusia.
Mientras tanto, sus hijos y su esposa Haiganush, junto con los padres y las siete hermanas de la mujer, habían sido deportados de su pueblo natal.
Excepto Haiganush y sus hermanas, todos los demás fallecieron al poco tiempo en las marchas de la muerte hacia los desiertos sirios. Ellas utilizaron todo tipo de estrategias para sobrevivir: Haiganush los rostros de sus hermanas con barro para protegerlas. Ella misma se salvó por poco de ser violada, al simular estar loca para ahuyentar a los atacantes. Llegaron a Deir el Zor al final de la Primera Guerra Mundial y pronto, con ayuda de la Cruz Roja, encontraron refugio en Bulgaria. El tío de Antranig, Agop, ya vivía allí.
En Rusia, Antranig vio uno de los muchos avisos publicados por la Cruz Roja que decía: “Agop Manoukian busca a los miembros de su familia”. Fue hasta Bulgaria, encontró a su familia y los llevó de regreso a Turquía. Juntos se instalaron en Smyrna (actual Esmirna), donde abrió su sastrería. El negocio prosperó y llegó a tener 35 máquinas de coser a su disposición. Su hijo Arthur nació en 1920.
La vida había vuelto a la normalidad, pero no por mucho tiempo. Mientras la guerra greco-turca continuaba desarrollándose, Antranig, una vez más, se puso el uniforme de soldado. En septiembre de 1922, las fuerzas del General Turco Mustafá Kemal tomaron la ciudad e incendiaron los barrios armenio y griego. La familia Manoukian, separada de Antranig, escapó fortuitamente en un bote. Arthur, de tres años de edad en aquel entonces, aún recuerda cómo, entre las llamas, la familia abordó un buque francés que partía hacia Grecia.
Una vez retirado de las fuerzas, Antranig se embarcó nuevamente en la búsqueda de su familia. Por medio de la Cruz Roja supo que su esposa, su hijo y sus cuñadas estaban en un campo de refugiados en Larissa, Grecia. Un cierto día, mientras la familia estaba sentada a la mesa, el pequeño Arthur vio que la puerta se abría. Un hombre alto, de bigote tupido, con chaqueta estilo rusa y sombrero de astracán, entró.
Estaban todos aterrados: Haiganush gritó, las hermanas corrieron hacia el fondo de la cabaña y se echaron a llorar. Ese fue el primer recuerdo que Arthur tuvo de su padre, Antranig.
La hermana de Arthur, la pequeña Takouhie, nació en Grecia y durante dos años la familia vivió apiñada en una diminuta choza, hasta que un día un empleado de la fábrica de hilados Aubenas se acercó buscando trabajadores. Cuando la guerra terminó, Francia tenía una necesidad imperiosa de hombres y empleaba a todos los que podía, cómo fuera y dónde fuera. Por lo tanto, la familia partió para trabajar en Ardèche, en el sur de Francia, para luego trasladarse a Niza y finalmente a Lyon.
Arthur creció rodeado de recuerdos traumáticos del pasado. Cuando era niño, evitaba las reuniones familiares, donde, según André, los pasteles orientales acompañaban los relatos horribles “de masacres, violaciones, vientres de mujeres embarazadas cortados de lado a lado, padres decapitados frente a sus hijos, niños empalados vivos”. En su edad adulta, Arthur prestó especial atención en librar a sus propios hijos de estos horrores.
André y su hermana Marie Anne crecieron con su abuela Haiganush en la zona de Croix-Rousse en Lyon. Su abuelo paterno los crió hablando solamente armenio, la lengua del cariño. A raíz de esto, el pequeño André pensaba que su maestra de jardín de infantes “no es muy inteligente, porque no entiende todo lo que le digo”, recuerda. Mientras sus compañeros de escuela estaban afuera andando en rollers, a André lo obligaban a asistir a una escuela armenia, donde comenzó a tomar clases de piano a la edad de seis. Contaba con la ayuda y la inspiración de su padre, que tocaba el piano y el violín. Su padre también lo introdujo en el mundo de la música clásica a una temprana edad.
André estaba presente cuando se hizo historia el 24 de abril de 2015. Él, que conoció las profundas implicancias históricas del Genocidio y despertó a la complejidad innata de su herencia por medio de los ataques terroristas que ocurrieron en Francia y otros lugares en la década de 1980 por parte de ASALA, una organización militar armenia cuyo objetivo era que el gobierno turco reconociera públicamente el Genocidio, realizara compensaciones económicas y devolviera tierras, formaba ahora parte de la delegación del presidente francés Hollande que partía con destino a Armenia.
“Fue un tanto extraño, casi cómico. Partimos hacia Ereván en la medianoche. Cuando Hollande entró al avión, nos saltamos la comida para saludarlo. Cuando llegamos allí, a las seis de la mañana, lo escuchamos improvisar un discurso conmovedor en la embajada francesa. Hizo hincapié en lo afortunada que era Francia por tener armenios”, dijo Manoukian.
La delegación francesa llegó tarde a la ceremonia de conmemoración oficial en Tsitsernakaberd y desembarcó justo en el medio del show. André encabezó la procesión, junto al famoso cantante franco-armenio Charles Aznavour. “¡Nunca había visto tantas cámaras!” exclama.
Un periodista se les acercó, les puso el micrófono en sus narices y les preguntó sin rodeos: “Soy turco, ¿qué tienen para decirme?” Aznavour abrió sus brazos y le respondió: “¡Bienvenido!”
“Fue muy emotivo”, recuerda Manoukian.
Para André, ser armenio significa comprender al otro, ser curioso y tener un deseo permanente de sobrevivir y de avanzar. ¿Un armenio puede ser feliz en el siglo XXI? La respuesta es un rotundo “sí, siempre y cuando se reconcilien con el pasado”, sostiene.
André se encontró con Armenia por casualidad en el más luminoso de los senderos: la música. Desde entonces, se dio cuenta de que aunque los armenios lo reciban como un hijo pródigo, la tierra de sus ancestros es donde está emplazada la Turquía actual. Ya no teme ir a Estambul cuando sus amigos músicos lo invitan.
El encuentro artístico de André con la gran cantante de jazz siria de origen armenio, Lena Chamamyan fue, tal vez, uno de los acontecimientos más maravillosos de su vida en los últimos años. Ella es de oriente, él de occidente; en el año del centenario pusieron su sensibilidad armenia y su talento al servicio de una causa que los trasciende. Tienen un origen común y comparten la fascinación por su herencia otomana. Y el lento despertar de la sociedad civil turca los respalda en su búsqueda.
Lena Chamamyan y André Manoukian interpretando una canción compuesta para su próximo proyecto.
La historia fue verificada por el Equipo de Investigación de 100 LIVES